La temperatura ambiente de aquel día, no se correspondía en absoluto con la época del año a la que pertenecía. A pesar de que transcurría el invierno, el frío que caracteriza a esta época del año se había convertido en un frescor apacible y cómodo similar al de las mañanas de primavera, cuando comienza a despuntar el sol en este pequeño rincón del mundo en un día en el que la piel me pedía respirar aire puro y libre.
Así que una vez más, casi por necesidad y para no faltarle el respeto ni a mi cuerpo ni a mi estirpe, me desplacé decididamente hasta el bosque, me adentré en él con la compañía de los árboles, la tierra y las nubes que me miraban de un modo extraño, me despojé de la prisión de tela de la que una vez más me libraba para quedar en plena libertad y comencé a caminar. Y ahora los árboles, la tierra y las nubes ya me reconocían... y me sonreían.
Caminé y caminé en unas ocasiones por los senderos y en otras alejandome de ellos, dirigiéndome bosque adentro. Sentía la tierra y las hojas caídas de sus ramas bajo mis pies, que estaban desnudos como el resto de mi cuerpo, como mi alma; sentía su calor, su cercanía, sus caricias y su textura. Esa tierra que permanecía perenne y firme, esas hojas que tras abandonar su rama mater yacían besando la tierra como negándose a abandonar su presencia y su efímera existencia. Mis piernas y mis pies se mojaban con la humedad de las plantas y arbustos que me acogían en su seno. Y poco a poco sentía en mi Ser más profundo la integración, la unión y el reconocimiento cada vez más intenso entre la Madre Naturaleza y yo.
El bosque que frecuento pertenece a un gran humedal y es muy rico en aves y demás especies; además de las endémicas y las que nidifican en él, en invierno muchas otras pasan aquí la estación fría; no es excesivamente complicado pues encontrar garzas reales, águilas perdiceras y culebreras, flamencos, aguiluchos laguneros, rapaces nocturnas, etc.
Después de caminar un rato y sentirme lo más intensamente integrado en el medio ambiente, en el paraíso que me rodeaba, en mi medio, me sentí algo cansado; vi un árbol grande de tronco ancho y recio que parecía erigirse como el jefe de la manada vegetal y me senté sobre la tierra apoyando mi espalda sobre él; me recibió de un modo suave ya que fui a dar con mi columna vertebral sobre un coágulo de resina de un cálido y acogedor color ámbar. Permanecí así un rato, tranquilo, relajado, dejando mi mente vacía aunque no se trataba de un acto de meditación inducida; sentía los olores del bosque que eran más intensos debido a la humedad, a pesar de la calidez del día: aromas de tomillo, de romero... aromas naturales y puros que incrementaban mi sensación de placidez; escuchaba los sonidos del bosque que redondeaban la sensación de pertenencia a la naturaleza, en lo más álgido de mi estado natural y puro: las ramas de los árboles mecidas por la suave brisa, sonidos entre los arbustos procedentes quizá del movimiento de algún conejo buscando alimento o tal vez de algún otro roedor de campo, los gritos de las garzas en su majestuoso vuelo y de las gaviotas presentes en la zona por la cercanía del mar, los de las rapaces quizá comunicándose entre ellas, que aquel ejemplar de Homo Sapiens que caminaba por los senderos y que se adentraba en la espesura, solo era un poblador más del bosque, un animal humano, una parte más de la variedad ecológica del lugar que no representaba una amenaza, que por suerte no era un caprichoso cazador los cuales matan por matar, que era un amigo. Disfrutaba de una inigualable sinfonía de sonidos y de una combinación de aromas que embriagaban el alma.
Puede que aquellas rapaces sí que hablasen sobre mí, porque después de un espacio de tiempo en el que permanecí relajado y prácticamente inmovil apoyado en aquel recio tronco de árbol, complaciente presa de los olores, los sonidos y las sensaciones del bosque, dos águilas de considerable tamaño se posaron en la copa del árbol bajo el que yo descansaba. Una de ellas volvió a remontar el vuelo y comenzó a dar vueltas alrededor de la corona de aquel tremendo vegetal. Yo, que las había visto llegar, ansiaba contemplar ese maravilloso espectáculo así que levantaba la cabeza intentando ponerla en posición vertical para poder observarlas; pero lo hacía con mucho cuidado, despacio para no asustarlas, para que no creyesen que de pronto, aquella parte animal del medio que habitaban, aquel Homo Sapiens pacífico, tranquilo y conciliador se convertiría en un depredador peligroso.
Tras observarlas y disfrutar de sus leves y suaves gritos, tras disfrutar de sus cortos vuelos y aleteos, tras disfrutar de esta experiencia tal cual soy, desnudo y sin artificios como aquellas águilas, desnudo como los arbustos, como los árboles y como el viento... de igual a igual y tras gozar de su estancia cercana a mí durante un tiempo, me alejé muy lentamente para no asustarlas aunque sí les produje un pequeño sobresalto, que no les impidió seguir en la copa del árbol que habían elegido y que yo nunca les habría obligado a abandonar.
Puede que aquellas rapaces sí que hablasen sobre mí, porque después de un espacio de tiempo en el que permanecí relajado y prácticamente inmovil apoyado en aquel recio tronco de árbol, complaciente presa de los olores, los sonidos y las sensaciones del bosque, dos águilas de considerable tamaño se posaron en la copa del árbol bajo el que yo descansaba. Una de ellas volvió a remontar el vuelo y comenzó a dar vueltas alrededor de la corona de aquel tremendo vegetal. Yo, que las había visto llegar, ansiaba contemplar ese maravilloso espectáculo así que levantaba la cabeza intentando ponerla en posición vertical para poder observarlas; pero lo hacía con mucho cuidado, despacio para no asustarlas, para que no creyesen que de pronto, aquella parte animal del medio que habitaban, aquel Homo Sapiens pacífico, tranquilo y conciliador se convertiría en un depredador peligroso.
Tras observarlas y disfrutar de sus leves y suaves gritos, tras disfrutar de sus cortos vuelos y aleteos, tras disfrutar de esta experiencia tal cual soy, desnudo y sin artificios como aquellas águilas, desnudo como los arbustos, como los árboles y como el viento... de igual a igual y tras gozar de su estancia cercana a mí durante un tiempo, me alejé muy lentamente para no asustarlas aunque sí les produje un pequeño sobresalto, que no les impidió seguir en la copa del árbol que habían elegido y que yo nunca les habría obligado a abandonar.
Essis, el guerrero de Gaia.
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